No recuerdo bien cuándo fue que me quedé sin palabras.
No sé si ocurrió una tarde de domingo o andando en bicicleta por el otoño.
Fue inesperado e inhóspito: un tajo profundo que desangraba letras. Y de pronto pasó y ya no supe nombrar, decir, contar. Un territorio romo me habitaba.
Para contarlo así, ahora, recurro a las reservas: coleccioné palabras en frascos de cristal, en la despensa. Las hay de todos los tamaños y colores, pero nunca infinitas. No sé qué voy a hacer cuando se acaben. Pedir unas prestadas, si acaso, aunque nunca sonarán como las mías.